Las dos citas que encabezan Las ruinas y la rosa, la primera de Flaubert –«A veces creo que estoy equivocado al querer hacer un libro razonable en vez de abandonarme a todos los lirismos, violencias, excentricidades filosófico-fantásticas»–, y la segunda de Cioran –«Hay que escribir para decir algo, no para realizar una obra»–, parecen, si no explicar el sentido de estas páginas, sí ofrecerles un marco de actuación y pensamiento. El autor dice haber renunciado aquí a cualquier proyecto de «libro», en el sentido convencional, para dar rienda suelta a toda clase de fantasías y caprichos, desde un apunte sobre la vida diaria hasta una grave observación sobre Spinoza, Kant, Simone Weil o Agnes Heller, pasando por la nota erudita, el aforismo, el recuerdo de infancia, el homenaje a los maestros, la evocación de la Barcelona bombardeada de 1938, la acotación irónica o el poema en prosa. Cuaderno «abierto» de reflexiones, el lector accede aquí al crecimiento de una mente incitada tanto por estímulos y arrebatos como por bruscas aceptaciones y rechazos que dan lugar a «pensamientos sensitivos» y a la «verdad» sensible: el triunfo del pensamiento fragmentario o epigramático como expresión viva del espíritu.



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